Un tobogán con partículas de libro y la trampa del elefante y la boa. Un clásico de las infancias: subir y bajar con el apretón dulce del vértigo en la panza sin que el miedo espante las risas ni el viento arremolinándose en la boca. Sólo el peligro de algún clavo o astilla en el camino. Pero nada imposible.
Luego el abismo submarino de un sueño profundo, dragado, en busca de palabras en rejunte, como lastre inútil allá al fondo, en donde todo late con paciencia. Creemos que olvidamos, pero sembramos.
Y más acá el disfraz de bestia del hombre frágil que orina a escondidas del mundo. Un espectáculo aparte, secreto.
Nadie podría pensar que la travesía de aquella mujer a la cabeza de un botecito que nunca llegará a fragata será el origen de todas las flores. No habrá perro ni hiena que se resista. Sacudirán los huesos para soltar cada caricia mal dada. Y se verá como sangre.
Al final, descomunal recompensa y absurda. Inútil y anacrónica. Detrás de aquel helado está Frankenstein.
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